par : Redaccion.
LOS AMIGOS A quienes conocen mi amistad. Dijo Cristo: “Yo doy mi vida por mis amigos”, y alguien, quizá testigo de esa devoción recíproca, lo escribió, porque Jesús de Nazareth no llevó nada a la escritura, que se sepa, salvo trazar un pez sobre la arena y algunos dibujos o palabras sueltas en la piel de la tierra, mientras meditaba en la injusticia de lapidar a Magdalena, la mujer perdonada por Él, porque “había amado mucho”. Ése y no otro es el profundo sentido de la amistad, que Albert Camus sintetiza en una frase perfecta: “Si debo elegir entre traicionar a la Patria o traicionar a un amigo, elijo traicionar a la Patria”. No es fácil encontrar un amigo verdadero. Al cabo de los años, te sobrarán los dedos de una mano para individualizar la precaria cosecha de los amigos. Puede que sea así. Tuviste muchos amigos –o creíste tenerlos, pero la vida te hizo conocer numerosos errores al respecto, con nombre y apellido. Sobre todo, cuando flaqueaste, cuando tus tropiezos te arrastraron por el fango y conociste, en carne propia, ese terrible sustantivo llamado desolación. Entonces, muchos que se solazaban de tu amistad, que disfrutaron en tu mesa del pan y el vino, desaparecieron, se esfumaron. Preguntados, apenas te conocían y poco les importó que cantasen los gallos vespertinos su traición solapada. La amistad es también una profesión de amor, de entrega abnegada y constante. Carece de interés y no hace preguntas, salvo cuando en la intimidad de un diálogo, o al calor de unas copas, inquieres a tu amigo por lo que siente, y no le agobias con admoniciones ni consejos, porque para eso estaban los curas; para eso están hoy los psiquiatras o los médicos de a tanto el minuto de “consulta”, o los psicólogos a la violeta que te venden metafísica de supermercado para asegurarte una trascendencia tan efímera como falaz. Se trata de una comunión, de compartir, no sólo afinidades –que es el aspecto fácil de toda relación- sino diferencias que pueden entenderse y superarse a través de la ardua comprensión, móvil generoso que implica la capacidad de escuchar al otro, a la vez que intentamos ponernos en su lugar. Nuestra sociedad contemporánea entiende al amigo como favorecedor circunstancial, un eslabón para trepar, un contacto para resolver cuestiones de interés, para ubicarse mejor en los estadios y categorías de las redes de poder. “Es mejor tener buenos amigos que dinero en al banco”, es una sentencia de absoluto pragmatismo, que justifica cualquier esfuerzo de sociabilizar en procura de beneficios tangibles. Como contrapartida, se suele entender que a un supuesto amigo se le puede preterir sin mayor escrúpulo, dejándole con un palmo de narices ante una situación determinada, porque “total, fulano es mi amigo”, como si la otra cara de la moneda de esta relación, basada en compromiso recíproco, fuese la desaprensión o la falta de respeto flagrante para quien nos ha obsequiado con su confianza o con su apoyo. Un hermoso proverbio árabe afirma: “Quien tiene muchos amigos, no puede prescindir de ninguno”, haciendo suya la convicción de que la amistad en un regalo precioso, que no debemos descuidar. Quizá de ello provenga todo ese ritual de la cortesía con el huésped, que la cultura árabe consagra como verdadero arte de buena convivencia, considerando que quien es recibido bajo tu techo pasa a ser tu hermano y amigo; dos condiciones que no siempre van asociadas, porque los lazos de la sangre, a veces, suelen ser menos entrañables que los de la amistad. Es el beneficio de la elección; también su riesgo. En este mundo de las letras, donde me muevo desde hace cuarenta años, surgieron variadas amistades, de las que creo conservar un haz de nombres, como metáfora de la cosecha que recoges en las espigas de trigo que caben en tu mano. Nombres que son seres; seres que son amigos verdaderos, presencias vivas y latentes, aunque el diario devenir me tenga alejado de ellos en el espacio-tiempo. Pero ellos están. De vez en cuando escucho sus palabras y me gratifico de su amistad. No voy a nombrarles aquí, pero ellos saben que les reconozco y les necesito, como la fuente al peregrino que camina en pos del santuario donde reposa la luz. Tengo también amigos que no son escritores, ni intelectuales ni gestores de grandes negocios ni profesionales exitosos. Hombres y mujeres sencillos que surgen en el oficio de vivir, de los cuales recibo dones gratuitos, como una sonrisa abierta, una palabra afectuosa, un gesto de entendimiento. Seres que me sorprenden con la infinita riqueza y variedad de lo humano. Si alguna vez las circunstancias existenciales nos han llevado a sentir que “el infierno son los otros”, los amigos nos hicieron recuperar la fe en el prójimo y en nosotros mismos, como el más preciado galardón de la amistad. Edmundo MoureEnero 2012
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