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ADULTERIOS por Edmundo Moure

 Mi amigo Pepe me llama para hacerme partícipe de una grave infidencia. Nos reunimos, pasadas las siete, en Bar Amigo, sitio apropiado para ésta y otras efusiones del ánimo. Tiene los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado. Me dice, de sopetón: -La Rosa, mi mujer, me ha engañado con un primo-. -¿Primo de ella o […]

par : Redaccion.

 Mi amigo Pepe me llama para hacerme partícipe de una grave infidencia. Nos reunimos, pasadas las siete, en Bar Amigo, sitio apropiado para ésta y otras efusiones del ánimo. Tiene los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado. Me dice, de sopetón: -La Rosa, mi mujer, me ha engañado con un primo-. -¿Primo de ella o tuyo?- le pregunto. –Mío- responde. Se trata de Julián, el negro, a quien tú  conoces… Es un tarambana… y la Rosa, una puta… -A ver, a ver- retruco, la conjunción perfecta para la trasgresión sexual: un simpático tarambana y una aviesa puta, ¿es eso? –Bueno- insiste, es que la mujer pone la trampa de la tentación y el hombre cae en ella; es algo ancestral y muy bíblico. Respiro profundo. Pido a Luisa, la mesera, una Escudo de litro. Miro fijamente a Pepe y le interrogo: -Tú, huevón, ¿cuántas veces has engañado a tu mujer?… -¿Y eso qué tiene que ver?  -Ah, o sea que aplicas la ley del embudo… -No es lo mismo… La mujer es distinta al hombre; nosotros somos polígamos por naturaleza y la mujer se debe al hogar, al marido y a los hijos. -¿Dónde aprendiste psicología de género?  -Leyendo a Gregorio Marañón… Él sostiene que la falta del hombre no va más allá de su apéndice erecto, pero la mujer peca con todo su ser…  -Déjame hasta ahí. No te recomiendo leer “El Segundo Sexo”, de la Beauvoir, porque no vas a entenderlo. Sin embargo, voy a leerte algo del incomparable Voltaire; hablamos del siglo XVIII, doscientos años antes que las hipótesis del carca español… Saqué de mi ancho maletín las “Cartas Filosóficas y Otros Escritos”, para leer: “La palabra adulterio se la debemos a los romanos (que la practicaban de manera asidua). Adulterio significa, en latín, alteración, adulteración, una cosa puesta en lugar de otra; llaves falsas, contratos falsos… (penes intrusos) Plinio, el célebre naturalista, dice que ‘el cuclillo deposita sus huevos en el nido de otros pájaros; de ese modo muchos romanos hacen madres a las mujeres de sus amigos’. La comparación no es muy exacta, porque aunque se compara al cuclillo con el cornudo, siguiendo las reglas gramaticales, el cornudo debía ser el amante y no el esposo…”             -Eso me duele- dice Pepe, que me llamen cornudo los conocidos del barrio… Se enteraron antes que yo, porque el primo Julián entraba a mi casa cuando yo me marchaba al trabajo, y se metía con la Rosa en la cama calentita…             -Me recuerda al Primo Basilio, la novela de Eça de Queirós- le digo, aunque te repugnen las analogías literarias. Sigamos con Voltaire, quien nos cuenta el curioso caso de la defensa que hace, en 1764, a viva voz y con airoso desplante, ante los jueces que veían la causa de su infidelidad conyugal, la condesa de Alcira, bellísima dama de la aristocracia portuguesa. “-El Evangelio prohíbe el adulterio a mi marido, lo mismo que a mí; y será condenado como yo. Cuando cometió conmigo veinte infidelidades, cuando dio mi collar a una de mis rivales y mis pendientes a otra, no pedí a los jueces que le raparan el cabello, que le encerraran en un claustro, ni que me entregaran sus bienes. Y yo, por haberle imitado una sola vez, por haber hecho con el hombre más hermoso de Lisboa lo que él hace impunemente  todos los días con las perdidas de más baja estofa de la corte y de la ciudad, tengo que sentarme en el banquillo de los acusados, ante jueces que todos ellos se arrodillarían a mis pies si estuvieran conmigo en mi recámara. Y es preciso también que en la Audiencia me corten esta cabellera, que resplandece ante todas las miradas varoniles; que luego me encierren en un convento de monjas carentes de sentido común; que me priven de mi dote y de mis contratos matrimoniales; que entreguen todos mis bienes a mi fatuo marido, para que le ayuden a seducir a otras mujeres y a cometer así otros adulterios. Pregunto si esto es justo, y si no parece que sean los cornudos los que han promulgado estas leyes que hoy se me aplican.”              -Cabe decir, amigos… -A esas alturas de la noche, se sumaron a nuestra mesa el poeta Benito, el abogado Sergio Rosas y el cuentista Pato Villavicencio-… decirles que la condesa fue sometida, pese a su justo alegato, a las penas por ella descritas y a otras más que el pensador francés no recoge. Respecto al amador a quien rindió sus encantos, nada más sabemos de él, pero la descripción, nostálgica y elocuente, de ser “el hombre más hermoso de Lisboa”, me remite a unas palabras del escritor galaico, Álvaro Cunqueiro, quien, en una narración acerca de una dama garrida, dice: -“Aquella mujer se veía tan dichosa y espléndida como si gozase de un amante portugués.” Y dada la hermandad luso-gallega, me pregunto si también ese atributo de privilegiados galanes nos alcanza a los amantes gallegos de Sudamérica.             Benito sonríe, escéptico; Sergio y Pato estallan, al unísono, en sonora carcajada. Pepe me escruta con gesto de incómodo reproche.             -No me ha gustado la historia de la condesa- reflexiona, ni estoy de acuerdo con la defensa suya que destaca el señor Voltaire. Prefiero a Marañón y me hago parte de sus afirmaciones sobre la mujer, en especial la de su servidumbre y sujeción debidas a su condicionamiento biológico-sexual. Cualquier otra teoría se estrella con esa realidad incuestionable.              -Escucha esto último, para que concluyamos con Voltaire, a ver si sus textos nos ayudan en algo, aunque no hay consejo que valga cuando estamos obnubilados por la pasión… “Un magistrado de una ciudad de Francia tuvo la desgracia de casarse con una mujer a quien sedujo un sacerdote (como a la madre de Rosalía de Castro, apunto yo) antes de su casamiento, y que luego protagonizara (ella) varios escándalos públicos. Tuvo la paciencia de separarse de ella amistosamente. El magistrado era un hombre de cuarenta años, vigoroso, de rostro agraciado; necesitaba mujer, pero era demasiado escrupuloso para seducir a la mujer de otro hombre, y le repugnaba el trato ilícito con una mujer galante… Encontrándose en la incertidumbre de esta situación, dirigió a la iglesia de su culto las siguientes reflexiones: “Mi esposa es criminal (pudo haber escrito ‘culpable’), pero el castigado soy yo. Una mujer es necesaria para el consuelo de mi vida y para que yo persevere en la virtud (no es poco a lo que aspira), y la secta a que estoy afiliado me la niega, prohibiéndome casarme con una mujer honrada. Las leyes civiles actuales, cimentadas por desgracia en el derecho canónico, me privan de los derechos de la Humanidad… Examino todos los pueblos del mundo, y no encuentro uno solo, exceptuando el pueblo católico romano, en los que el divorcio y un segundo casamiento no sean de derecho natural… ¡Qué contradictorio y qué esclavitud!”             Pepe alzó la copa, ensimismado, y brindó para sí, mientras dos gruesas lágrimas describían brillantes trazos en su barba canosa. Murmuró algo que capté como “…para mí es más crimen que pecado”.             -¿Qué vas a hacer ahora, amigo Pepe?- le pregunto.             -Tomar las medidas adecuadas. Por de pronto, voy a quitarle el saludo al primo Julián.             -¿Y qué harás con Rosa?             -Darle su merecido, sin piedad ni dilación.  Edmundo Moure

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